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Miércoles, marzo 2nd, 2016

Crónica social de una época

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RAMON CASAS
Crónica de una época
Beatriz Maeztu, historiadora del arte

Furioso va estallando el odio por la tierra,
regalan sangre las torcidas cabezas,
y hay que ir a las fiestas
con pecho bien esforzado, como a la guerra.
Joan Maragall

Barcelona, centro de la vida modernista: la “ciudad de los prodigios”. Barcelona, rosa de fuego. Barcelona, noches en el Liceo, bailes de tarde y luces titilantes. Casas fue un testigo de su época, pero un testigo particularmente atento. Al pintor le interesaban los acontecimientos del momento y fue un activo participante de la vida social, materializada en eventos, fiestas, viajes, exposiciones, proyectos, literatura y mucha absenta. Pero lo que más ansiaba, por encima de todo, era la experimentación y la superación pictórica. El espíritu bohemio, su vida de clase acomodada y los círculos intelectuales en los que se movía, como pez en el agua, hicieron evolucionar su obra por derroteros diferentes a los de sus contemporáneos. El cambio de siglo en Europa ilustra una serie de ambientes sociales variopintos, convulsos y complejos pero, fundamentalmente, las transformaciones históricas tuvieron consecuencias harto complejas y provocaron la aparición de nuevos escenarios, conflictos sociales, perfiles demográficos y estéticos que marcarían profundamente la cultura modernista de las ciudades del cambio de siglo.

Raimon Casellas afirmaba que no existía tema inadecuado para la representación pictórica. La clave de la cercanía y la empatía con la obra de Casas reside en la universalidad de sus temas y la cotidianeidad que otorga a sus escenas y figuras, inmersas en una época y dotadas de una sencillez y veracidad aparentemente poco creíbles respecto a la realidad profundamente pesimista de la que son testimonio. Barcelona, centro de su actividad artística, era una olla a presión, una ciudad que quería ser moderna, bella en sus fachadas, original en sus formas, valiente y reflejo del nuevo estilo de vida. Pero que pronto se reveló en toda su complejidad y contradicción social. Casas, junto a la pícara plantilla de pintores coetáneos, se propuso dar testimonio de las tensas y dramáticas realidades de su época.

Ramon Casas tuvo el don de la observación. Un don cuyos frutos fue recogiendo una técnica moderna como la fotografía. Los artistas, observadores innatos, tuvieron la oportunidad de representar en sus obras aquellos acontecimientos de los que eran testigos. Más aún en este momento, con el cambio de siglo, se palpaba la evolución de unas técnicas artísticas que cada vez implicaban más la acción directa del observateur —no olvidemos los pleinairistas franceses y la influencia de su obra en nuestro pintor, en una obra tan sugerente como Plein Air—. Casas participa de la vida social de Barcelona y París, se imbuye en un mundo de costumbres supervivientes, avances tecnológicos y luchas sociales y políticas, ante el cual ofrece su visión de testigo, unas veces con toques de denuncia y otras como excusa para plasmar un ambiente, una atmósfera determinada, una masa humana que enmarca los espacios asimilados.

Los primeros cuadros de multitudes que realiza el pintor vienen provocados por el interés que le despiertan los efectos compositivos al observar determinados acontecimientos; para ello es imprescindible considerar el impacto que tuvieron los eventos taurinos en su producción más temprana. “Uno de los más bellos, de los más curiosos y de los más terribles espectáculos que uno puede ver”, decía Édouard Manet. Estas palabras muestran el interés de muchos artistas, desde Goya y Fortuny hasta Manet y Picasso, por las corridas de toros, y por todo el universo estético y costumbrista que las rodea.

Una primera obra sobre escenas taurinas, datada en 1884, con el título Corrida de toros, destaca por su solución compositiva y por el interés que despertó en Casas el efecto de luz y color de un público agolpado, en contraste con la soledad y aislamiento del toro y el torero. Este contraste lo acentúa el pintor al vaciar una parte importante del cuadro, una solución que empleará durante años y que volverá a tratar en Entrada a la plaza de toros de Madrid en 1885-1886 y, un año después, en La Maestranza de Sevilla. El interés por retratar una sociedad que acude a un evento, unida bien por un mismo interés, bien por una misma afición, será una constante de Casas. La muchedumbre se presenta en ambientes festivos, lo cual, unido a lo anterior y a una técnica más desdibujada que acabada, permite centrar la atención en un efecto de conjunto más que en individualizaciones psicológicas que distraigan de la homogeneidad del grupo.

La festividad, los efectos lumínicos y la muchedumbre asistente vuelven a coincidir en Las regatas. Una multitud agolpada que quiere participar de los acontecimientos clave del momento, en este caso, la inauguración de este evento deportivo organizado por el Club de Regatas de Barcelona en el contexto de la Exposición Universal de 1888. La asistencia de Alfonso XIII la atestiguan los trajes de gala de los guardias civiles, en primer plano. De nuevo comprobamos que a Casas no le atraen las regatas en sí, los barcos o la arquitectura del puerto. El interés del pintor se centra en focalizar la atención en un colectivo que se aglutina y se reúne por una misma afición.

La faceta de cronista de la época de Casas se acentúa con su cualidad de observador de la realidad, cualidad que va perfeccionando como participante activo e inquieto de la vida social que lo rodea. El pintor mantiene una distancia sutil, como la de un fotógrafo, a diferencia de los artistas naturalistas y simbolistas franceses, del propio Goya un siglo atrás y de la corriente negativista y pesimista del Novecentismo; esta generación nueva y desarraigada, a la que pertenecieron Nonell y Picasso, es la que nos enfrenta de manera más cruda y directa con la realidad. Por el contrario, Casas nos abre una ventana a los acontecimientos históricos y sociales y siente un profundo interés por retratar la esencia de una sociedad, sin el patetismo ni la denuncia feroz de otros artistas. Nos invita a participar, a generar unas sensaciones y unas opiniones que parten de la interpretación de unos hechos de los que él da testimonio. Los aspectos de la vida cotidiana de una sociedad —eso sí, haciendo hincapié en sucesos que le llamaron poderosamente la atención— se despojan de reivindicación, pero permanecen presentes y protagonizan sus obras más incisivas.

Qué mejor manera de entender esta sutil participación social, cuando el propio Rusiñol describe frecuentemente en sus óleos y textos a los miembros más marginales de la sociedad. Los desdramatiza, no obstante, y los aísla políticamente de su situación. Un tinte de serena dignidad inunda a estos personajes; prostitutas, obreros, borrachos, campesinos o viejas decrépitas: “¡Y tantos años, y tan sin darse cuenta, ni casi saber que vivían! Se volvían viejas, más viejas, con la inocencia serena de quien espera la puesta de sol.” Son palabras de Rusiñol en El poble gris, una recopilación de narraciones que pone en contexto el concepto de “ciudad muerta”, donde se hace palpable el distanciamiento social propio del decadentismo modernista. Como Casas en sus composiciones, el pintor y escritor, adicto a la morfina, traduce la realidad con una voz narrativa distanciada y sutilmente irónica. El tedio, la pereza paralizadora del individuo y de un pueblo que es “extracto de pueblo, es pueblo concentrado, pueblo de los que ni hay más ni menos, de los de hilera y los de carretera. El mundo está lleno de estos pueblos. Varían de posición en el yacer, pero todos yacen.”

Casas comienza a representar en la década de 1890 obras sobre este “pueblo gris”, con una mirada más aterradora y con unos efectos perfectamente equilibrados —adquiridos en sus experiencias compositivas taurinas—, como en Garrote vil. Parece que nuestro pintor tiene especial predilección por las muchedumbres, pero en lugar de centrar su atención en los detalles más anecdóticos, o en expresiones individuales marcadas, propone un acento compositivo colectivo, una atmósfera que, en su conjunto, sea la que nos provea de las sensaciones, la expresividad y la temática. En este sentido, los paralelismos de la obra de Casas con la de Goya son reseñables. Sus numerosos viajes a Madrid atestiguan su conocimiento y admiración del artista aragonés. Al igual que Casas, Goya prefería concebir el dramatismo de la obra a través de las atmósferas y de la composición de las multitudes. Ambos artistas prefieren alejarse de una individualidad que pueda distraer de la escena, en favor de las líneas, de la estructura y posición de los edificios y del horizonte, y de la colocación de los personajes en actitudes que hacen partícipe al espectador. Pudiera resumirse que estas multitudes difusas, sin detalles ni diferenciación significativas, aluden al concepto de sociedad como la masa humana que observa, participa y es cómplice de los sucesos de su propia historia.

Si volvemos a Garrote vil, realizado en 1894, y añadimos a nuestra ecuación descriptiva la composición, datada en 1896-1898, del Corpus. Salida de la procesión de la iglesia de Santa María, podemos dar cuenta de los trazos del pintor en estas obras de crónica social y esta tremenda influencia de Goya en ellas. El primer cuadro supone un alejamiento momentáneo de sus cuadros de interiores y retratos de su entorno para plasmar la crónica de una muerte anunciada. Su interés por la temática de multitudes lo atestiguan los numerosos bocetos preparatorios en los que estudia las posiciones y efectos de volumen de los personajes que incluirá en el cuadro, donde vuelve a desaparecer el detalle y la anécdota. La escena presenta la condena y ajusticiamiento público de un reo —ese mismo año sería prohibido el escarnio público— en la prisión de Barcelona. Como si de una instantánea fotográfica se tratara —con lo cual descarga gran parte de la denuncia social—, se muestra una muchedumbre expectante, curiosa, agolpada para presenciar el acontecimiento. Casas, con una solución técnica magistral, semejante a la que utilizará años más tarde para La carga, dispone dos cerramientos entre la marea de personas y los participantes en el ajusticiamiento: por un lado, el muro y los edificios de fondo conforman una barrera arquitectónica y, por otro lado, el espacio vacío que deja en medio de la composición separa a los espectadores de los ejecutantes. Este contraste acentúa el dramatismo de la escena, pero Casas nos coloca como espectadores mudos; el revuelo causado por estas condenas, del que se hicieron eco los diarios, simboliza esta expectación de la propia sociedad, la cual se sitúa como mera observadora, inmóvil pero morbosa, de los hechos.

Años más tarde, en 1896, Casas queda fascinado por la aglomeración de tropas que se congregan en el puerto de Barcelona para embarcar hacia Cuba día tras día. Un contexto bélico que, además, tendría consecuencias nefastas en una crisis económica y de identidad que desencadenaría una ola de pesimismo generalizado, y ante la cual los pintores del Modernismo no quedarían impasibles. Lo que al pintor le interesa en esta composición es la solución técnica que permite la aglutinación de una marea de personajes al aire libre. El referente paisajístico es la silueta de la montaña de Montjuïc, coronada en un altísimo horizonte por un halo de luz que contrasta con la paleta grisácea y oscura que utiliza en los personajes, amontonados y desdibujados para generar una sensación de claustrofobia y dramatismo. Esto aleja el cuadro de otras obras donde la luz es mucho más potente y los colores más ricos; además, el escenario repite el de Las regatas, donde observamos el mismo perfil montañoso pero transforma radicalmente una multitud de aire festivo y lumínico.

A pesar del pesimismo de muchos de sus coetáneos, Casas llena de luz sus composiciones y equilibra el decadentismo con sus atmósferas sencillas y vitales, aunque no deja de ofrecernos una vertiente semineutra de la realidad. Así resulta en el Baile de tarde, donde abandona las multitudes apelotonadas para presentar a unos personajes sumergidos en una actividad relajada, pero irónica e intencionadamente tediosa. Este óleo de 1886 es el reflejo de una sociedad aburrida que discurre en términos más bien mecánicos, casi en silencio, aunque el ambiente desprende calidez y sencillez en su paleta pictórica; de nuevo la solución del alto horizonte provoca una sensación de aislamiento en el propio espacio abierto, como personajes encerrados en su propio discurrir.

Es interesante contraponer esta obra a un cuadro realizado años antes, el Bal du Moulin de la Galette. Aquí Casas, fascinado por el ambiente y el ritmo bohemio de Montmartre, barrio en el que estableció su vivienda en sus numerosas estancias parisinas, nos presenta un interior captado en un instante, triste y oscuro, en la vacía sala de baile del emblemático lugar. Los personajes, la composición y el ambiente distan mucho de su anterior tela, pero nos siguen transmitiendo un aire de pesimismo solucionado con una técnica diferente. Nada más alejado de la alegría y opulencia del Moulin de la Galette de Renoir.

Quizá la faceta que pudiera parecernos de impasible observador se entiende no solo por su ánimo emprendedor y superador, sino también por sus lazos familiares y de clase. Casas, fuertemente unido a su familia, había crecido en un mundo burgués y empresarial. No olvidemos que la Barcelona de esta época sufría unas condiciones de desigualdad social alarmantes. Y esto se hacía palpable en la propia fisonomía urbanística, que, al fin y al cabo, contenía los escenarios protagonistas de las composiciones del pintor.

A finales del siglo XIX la urbe se hallaba en una situación insostenible: el proyecto de ampliación del Ensanche, lejos de resultar en una nueva ciudad, moderna y sostenible, había provocado la creación de un barrio de exclusividad burguesa que había empujado a las clases obreras a la periferia. La cada vez más elevada densificación de la población, junto con el acaparamiento de los recursos y comodidades de las tecnologías modernas por parte de los nuevos habitantes del Ensanche, lejos de homogeneizar la ciudad, generó una separación de clases cada vez más acusada. Si a este caldo de cultivo le añadimos las primeras presiones sindicales, que eran reprimidas brutalmente por las fuerzas del orden, se entiende la insalvable conciliación entre los diferentes estratos sociales. Este contexto favoreció el afloramiento de las tensiones de clase a través de reivindicaciones constantes, huelgas, ajusticiamientos, proliferación del ideario anarquista en busca de más justicia social y una generación política incapaz ante la situación. A pesar de que artistas comprometidos de la época, como la generación novecentista, denunciaban estos hechos, debemos considerar que Casas, a través de sus obras, refleja el debate personal entre su propio mundo y una serie de realidades que despertaban su rechazo, impidiéndole quedar indiferente ante los hechos.

Esta lucha interna tiene un título en su producción artística, y es La carga. Esta obra dio salida a sus preocupaciones sociales y a la intensidad de su debate sentimental entre lo compositivo y el contenido, de lo cual realiza una maravillosa simbiosis. Las dimensiones inusuales del cuadro (298 x 470,5 cm) y su intención de presentarlo en París en 1900 reflejan el reto personal al que se enfrentó el pintor. El óleo, que ejecutó en 1899 y acabó presentando en el Salon des Beaux-arts de París en 1903, tiene como tema principal la represión por parte de las fuerzas del orden de una manifestación obrera. De fondo, el escenario desdibujado nos despista, pero podemos afirmar que se trata de la Ciudad Condal: la silueta de lo que podría ser Santa María del Mar, “la iglesia del pueblo”, aparece en otra composición del pintor, un paisaje del mismo año de la plaza Palau, que pudo servir como estudio previo.

La falta de información acerca del acontecimiento concreto al que alude, unido a este espacio de periferia urbana irreal, hace que podamos situar la escena como representación simbólica de lo que estaba aconteciendo en la convulsa Barcelona de entre siglos. La fuerte separación de clases a la que hemos aludido y la falta de identificación obrera con los agentes de seguridad se refleja en el cuadro a través de las dos figuras de primer plano. Es interesante cómo el movimiento sinuoso y dramático del hombre caído sobre el suelo —representante del sector proletario— se opone a la quietud e impasibilidad del guardia civil, el cual, simbólicamente, no tiene intención de frenar el caballo que está a punto de pisotear al personaje. En este contexto, la única fuerza dispuesta a impedir la tragedia no es humana, sino animal. El cortejo de manifestantes que cierra la composición es una barrera de indignación humana que potencia la situación del primer plano, y en ella Casas dio rienda suelta —y nunca mejor dicho— a su inquietud por sumergirnos en la historia de su momento.

La obra, de gran éxito académico y popular, fue premiada con la Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de 1904 y adquirida por el Estado español para formar parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Madrid. Es significativo que en 1919 el Patronato de dicho museo aprobara su cesión en depósito al museo de Olot, para lo cual fue imprescindible la certera intervención del escultor Miquel Blay.

Por último, hemos de incluir en su trayectoria un arte fundamental como es el cartelismo. Casas fue el principal promotor e innovador de la técnica del cartel; sus inicios se remontan a su etapa bohemia y tienen un largo y fructífero camino en los campos de la nueva publicidad y la ilustración en las revistas y las publicaciones de la época. Es difícil concentrar y definir el lenguaje estilístico en sus carteles, ya que constituyen un campo de experimentación infinito para el pintor, donde traduce su personalidad más original y singular. No obstante, en ocasiones utilizó esta técnica, y su alcance mediático, para transmitir ciertos valores y preocupaciones, como atestigua la cromolitografía La tuberculosis amenaza la vida y la riqueza de Cataluña. Aquí se hace palpable la denuncia de un mal endémico como era la tuberculosis, enfermedad provocada por la falta de condiciones higiénicas y por las enormes carencias sanitarias que sufrían las clases bajas de Barcelona. La imagen nos presenta a una madre con dos niñas con un fondo de perfiles fabriles, a modo de alegoría de clase de este pueblo gris azotado por la miseria.

La representación social, bien como crónica, bien como denuncia, es uno de los puntos clave en la producción del pintor. La Barcelona del Modernismo, ciudad entre dos mundos, entre La carga y Las regatas, entre dos clases irreconciliables: la Barcelona burguesa, la Barcelona obrera. La conciliación entre las diversas y variopintas realidades de las que fue testigo ha quedado impresa en el conjunto de sus obras, como testimonio de vida, de época y de un personaje singular como Ramon Casas. A lo largo de su trayectoria se puede apreciar su lucha por captar una vida sincera y cotidiana, familiar y cercana, y otra vida convulsa, comprometida y dicotómica de la que indudablemente sintió el deber, a través su pintura, de dejar constancia.


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