«Decir que con Santiago Rusiñol nace, en Cataluña, el artista moderno me parece una afirmación clara, irrefutable».
En 1997, Margarita Casacuberta parecía querer dejar constancia del papel insustituible que había desempeñado Rusiñol a la hora de consolidar una imagen de modernidad en la figura del artista en Cataluña. Puede parecer extraño, incluso contradictorio, empezar un artículo dedicado a Ramon Casas ensalzando a otro personaje. Es justo aquí, no obstante, donde centraremos nuestra atención: demostrar la capital importancia que tuvo también Casas en la configuración inicial y asentamiento de un prototipo con el que se iniciaba la modernidad en Cataluña, a través de su imagen. Si bien ambos están considerados como los pintores fundacionales del Modernisme, sin embargo cada uno presenta sus propias peculiaridades. Tradicionalmente, se ha destacado el papel ejercido por Rusiñol mediante su pintura, aunque sobre todo por sus escritos. Pero si solo valorásemos su aportación, tendríamos una visión parcial y falseada: el referente de Casas resulta, relevante y complementario a su compañero.
Una imagen ambivalente de modernidad
Partiendo y yendo a la vez más allá del marco teórico proporcionado por Rusiñol, Casas aportó una iconografía al respecto. A diferencia de él, Casas nunca se erigió como un intelectual —de niño fue un estudiante nefasto, no le gustaba mucho escribir y aún menos reflexionar sobre pintura—; en cambio, poseyó una cultura visual que plasmó de forma efectiva, lo que le permitió llegar a un público probablemente más amplio (y diferente) del conseguido por Rusiñol y, por tanto, realizar una mayor divulgación de lo que significaba el Modernisme. Además, si el talante melancólico de Rusiñol lo encaminó progresivamente hacia las poéticas simbolistas y cierta artificiosidad, la capacidad de observación y la actitud vital, espontánea y optimista de Casas hacia su época representó el contrapunto de una imagen más terrenal de lo que fue el Modernisme. A través de su obra, pero también de su figura, Casas consiguió captar una imagen de modernidad en Cataluña como nunca se había visto hasta entonces. Una imagen mediatizada por sus experiencias bohemias, pero también por su cuna burguesa, lo que desembocó en una ambivalencia en los resultados conseguidos. De esta manera, a veces parece que parte del Modernisme no habría sido posible —o al menos en sus inicios— sin la posición privilegiada de sus representantes. Podemos pensar, por ejemplo, en su pasión por los nuevos inventos, como la bicicleta, el automóvil o la cámara fotográfica; o la consecuente práctica incipiente de los deportes y el turismo. Una serie de lujos no al alcance de todos, pero que sin embargo hoy se alzan como algunos de los símbolos más evidentes con los que se asocia una imagen del
Modernisme —por su definición implícita de modernidad. Ahora bien, si Casas fue un afortunado en disponer de todos estos medios, asimismo hay que valorar su actitud desacomplejada para sacarlos del reducto ligado al ocio y ensalzarlos de forma continuada en el prestigioso mundo del arte.
A lo largo de los años, Casas llegó a desarrollar un concepto moderno del artista, como en paralelo sucedía en otros lugares de Europa; pero lo hizo sui generis, a partir de su personalidad y de sus condicionantes sociales y vitales. En su producción podemos observar una oscilación continua entre extremos en principio opuestos. Además de la dicotomía respecto a su clase social y la bohemia, o de la incorporación de nuevos inventos dentro de su universo iconográfico —una temática entonces aún nueva—, podemos apuntar igualmente la fluctuación que su pintura experimentó entre el arte histórico y el más moderno, entre las tradiciones autóctonas y las modas parisinas, entre la cultura popular y la más erudita, entre lo más antiguo y lo más moderno, entre las aficiones de las clases populares y las propias de la burguesía, etc. Un conjunto de elementos en principio incompatibles que, sin embargo, en el mejor de los casos podía llegar a un punto de confluencia; momento en el que podía producirse la feliz paradoja de la modernidad. Su actitud despreocupada respecto a los estándares académicos del arte permitió nuevas soluciones plásticas, gracias a un acercamiento lúdico de la vida, pero también del trabajo. Casi podríamos decir que Casas pintaba como una de sus aficiones deportivas; es decir, con el simple afán de pasárselo bien, de «divertirse». Del mismo modo que se preocupó en ser de los primeros en Barcelona en tener bicicleta o coche, esta innata inquietud suya por la novedad se traducía también en el terreno del arte, donde se arriesgó de una manera impulsiva, prácticamente inconsciente, especialmente durante su juventud. Es precisamente a través de esta predisposición, siempre cargada de alegría y humor, que Casas llegó a una transgresión espontánea y pura —pero también limitada—, pues en el fondo no sobrepasó el nivel de una travesura, sin ánimos de sacudir la estructura más profunda del arte y sin una estrategia premeditada y sistemática. Estos logros y restricciones se dieron igualmente en su particular contribución en crear el concepto de artista moderno.
Juan C. Bejarano