El primer contacto de Casas con este folclore pretendidamente español se produjo en su primer viaje a París. Descubre la pintura de Velázquez o Goya que tanto admira su maestro, Carolus Duran, siguiendo a los románticos y a los impresionistas como Manet. Pero sobretodo ve como los temas españoles triunfan en París; John Singer Sargent crea en 1882 el cuadro El jaleo, Jules Worms es un participante destacado en los Salones, con cuadros como La ronda (1868) o La danza de El Vito en Granada y toda una pléyade de pintores españoles subsisten en París de temas exóticamente hispanos. Un falso españolismo que, podemos presuponer, provoca cierta hilaridad en Ramon Casas y en Santiago Rusiñol. Así lo describe Rusiñol en sus cartas a La Vanguardia en 1894:
«En este baile-concierto [el Moulin Rouge] están actualmente de moda las canciones españolas (…). En todas las sesiones salen a relucir dos chulas de ‘Batignoles’, por lo menos, vestidas a lo Carmen de ópera cómica (…), hablan (con elogio) de los ojos españoles o sacan el puñal de la liga (…) y acaban lanzando unos olés tan españoles como les permite su garganta parisiense».
Un flamenquismo de importación que fuera de su marco natural queda desvirtuado, tal como nos expresa Rusiñol en las siguientes líneas de otra de sus cartas:
«Amo [la música] beberla al pie mismo de la fuente donde mana y oírla al pie de su misma cuna, porque un cantar de Andalucía sin aquel sol de fuego envuelto en un cielo azul resulta un flamenco sudado y tabernario y pierde todo el aroma de su dorada tierra».
Unos espectáculos poblados de personajes tan falsos como los mismos ambientes japoneses que, paralelamente, están de moda en la ciudad. De hecho, al año siguiente, 1883, Casas se presenta al Salón con una autorretrato vestido de corto, de andaluz, titulado M. Y.; Monsieur Yo era como Casas firmaba las cartas que dirigía a su primo Joaquim Casas i Carbó. No solo presenta el cuadro, sino que hizo su aparición en el Salón vestido con las mismas ropas que en el autorretrato, en una evidente forma de identificarse como el autor y de crear sorpresa, llamando la atención del público. Un recurso, el de autoretratarse de español y de bandolero, que volverá a repetir en 1885.
A pesar de que es en París donde descubre el mundo de la corrida, los toros ya triunfaban en Barcelona. Desde el siglo xiv se habían introducido en Cataluña los juegos con toros de forma esporádica para celebrar grandes acontecimientos (relacionados con la monarquía, la nobleza o la Iglesia). En los siglos xvii y xviii es un entretenimiento cortesano, como podemos ver en los famosos plafones cerámicos, de 1710, que provienen de los jardines de la finca, en Alella, del conde de Castellar, Francesc Amat, prominente austriacista; decoraciones que representan una corrida en la plaza Mayor de Madrid.
También las corridas aparecen vinculadas a fiestas religiosas, como la consagración de iglesias en toda Cataluña. Pero no es hasta el siglo xix que se establecen en Barcelona plazas de toros, de forma primero temporal y después estables con una programación durante todo el año. Y no solo en Barcelona, sino también en ciudades como Olot o Manlleu. Una introducción que se produce a pesar de las prohibiciones reales y de los gobiernos de carácter más ilustrado. El primero en dictar una real orden prohibiendo los toros fue Felipe V, seguido de Carlos III y Carlos IV, prohibiciones basadas en conceptos morales y económicos pues causaban un gran «perjuicio a la agricultura por el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar y al retraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en días que deben ocupar los artesanos en sus labores», por la cantidad de días que había fiestas y la gran mortandad de caballos y mulas, como se indica en 1805 en la Real cédula de S. M. y señores del consejo por la qual se prohiben absolutamente en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las Fiestas de Toros y Novillos de muerte. Prohibiciones que nunca surtieron efecto, dado lo enraizado de la costumbre y, sobretodo, el carácter benéfico que se le solía dar. Si se demostraba que la finalidad de la corrida era de utilidad pública (es decir, caritativa), ésta obtenía un permiso especial, excepción que multiplicó las corridas benéficas.
Fue esta causa filantrópica, la carne de los toros muertos era distribuida entre los pobres, la excusa para dar permiso a la Casa de la Caritat para construir la primera plaza estable de Barcelona, el Torín de la Barceloneta, con concesión para hacer ocho corridas al año, a pesar de la inicial oposición del Ayuntamiento de Barcelona: «El fruto amargo de funciones tan ricas en actos de crueldad y de horror no puede ser otro que embotar la sensibilidad de la población». La Casa de la Caritat, en 1802, había pedido permiso para celebrar corridas de toros con muerte del animal, permiso concedido por Fernando VII. El mismo año se inició la construcción, con la condición que las gradas fuesen de madera por si la actividad de la Ciutadella aconsejaba su desmontaje. Los planos fueron de Miquel Vilardebó Baltà y Jaume Fàbregas Vietas. Parada la construcción por motivos bélicos, se reinició en 1834 bajo la dirección de Josep Fontseré y una reforma en las graderías de Francesc Renart Arús. Se inauguró el 2 de julio de 1834 y estuvo en funcionamiento hasta el año 1923, siendo derribada en 1946.