Partiendo de la base de que casi todos los temas de su obra los podemos encontrar dentro de su producción más autorreferencial (desde la bohemia y el hispanismo hasta el cartelismo, la caricatura o la fotografía, pasando por los deportes o las multitudes), podemos plantear distintas formas de clasificar o estudiar la imagen de Casas. Aparte de las representaciones que le hicieron otros (y que ya hemos insinuado en líneas anteriores), sus autorretratos pueden ser analizados desde su evolución; mediante constantes temáticas y estilísticas, la importancia del soporte (óleo versus papel), o su destino público o íntimo. Intentaremos tratar, por tanto, si bien muy sucintamente, todos estos aspectos.
Casas se pintó y dibujó durante toda su vida. El primer autorretrato del que tenemos constancia es un dibujo que acompañaba a una carta, fechada en París el 4 de enero de 1882 (colección particular); mientras que el último es otro publicado póstumamente en el suplemento de La Vanguardia (3 de marzo de 1932), del que conocemos un estudio previo o variante (Colección Codina). En medio de estas dos creaciones límite, distinguimos muchas más, algunas en pintura aunque la mayoría sobre papel. Podemos hablar de tres períodos que, a grandes rasgos, coincidirían en paralelo con su evolución como pintor.
Los años de autodescubrimiento y bohemia en la Ciudad de la Luz:
Una primera etapa vital y artística de Casas arranca hasta el final de sus días bohemios en París (1891-1892). Son los típicos años de aprendizaje que comienzan con el cultivo del género para ejercitarse con la figura humana, pero también en un momento de autodescubrimiento como hombre. A diferencia de lo que habían hecho generaciones anteriores de artistas catalanes, Casas no dudó en recurrir desde el principio a la tecnología más moderna —la fotografía— como herramienta auxiliar. Fue más allá de la reproducción fidedigna del modelo; desde el comienzo la empleó para buscar una pose —el Autoretrat com a trabucaire [Autorretrato como bandolero] (c. 1885, Museu de Montserrat) parte de una fotografía tomada en el estudio de Émile Tourtin en París aquel mismo año (Colección Codina)—; o incluso para aprovecharse de sus imperfecciones para transmitir la idea de instantánea, con un cierto toque fantasmagórico en sus superposiciones, como en algunos de los que pintó entre 1890 y 1892. Desde un primer momento, Casas alternó los recursos más innovadores con otros más tradicionales, como los temas españoles que entonces estaban plenamente de moda. Esta combinación la hemos podido ver en el ya mencionado Autoretrat com a trabucaire.
Pero no fue la única ocasión en que vistió de esta guisa; recordemos su Portrait de M. Y. —es decir, Retrat de Monsieur Yo [Retrato de Monsieur Yo], de sí mismo (MNAC, Barcelona) —, donde se caracterizó con el traje corto de luces de torero. Desde muy joven, Casas fue un gran aficionado al universo hispánico, una pasión que se acentuó en París donde estos temas gozaban de buena apreciación, también desde el mundo del arte (recordemos a Carolus-Duran). Quizá por ello Casas no dudó en plasmar esa inclinación con sus rasgos físicos, con el objetivo de atraer la atención. Considerada su primera obra capital, fue el cuadro con el que se dio a conocer al público parisino, en el Salón del 1883. Al escoger este tema —a sí mismo como inmejorable carta de presentación—, Casas desplegaba su sentido del humor, invocando al tópico que se esperaba de un artista español de vestir castizamente. Además, tuvo la ocurrencia de pasearse durante la muestra como figuraba en su cuadro; mediante este diálogo entre representación y realidad (distorsionada), Casas ponía sobre la mesa cuestiones relativas al poder mimético del retrato y a la identidad del artista y a lo que se esperaba de él, en un juego entre el distanciamiento y el acercamiento por la vía de la ironía. La idea de presentarse bajo la espagnolade le permitía al mismo tiempo justificar su pose chulesca —presente también en el posterior autorretrato como bandolero—, como se esperaba del carácter español, según los parámetros de Hippolyte Taine; pero asimismo por la arrogancia de su juventud, presente en el título en primera persona. A continuación, Casas creaba una serie de contaminaciones entre el sujeto y el estilo reminiscente de la pintura clásica española, interferencias que se complicaban aún más cuando estas deudas tenían más que ver con la pintura actual extranjera influida por el Barroco y los temas hispánicos (Édouard Manet, Le chanteur espagnol [El guitarrista español], 1860, Metropolitan Museum of Art, Nueva York; Carolus-Duran, La dame au gant [La dama del guante], 1869, Musée d’Orsay, París; y John Singer Sargent, El jaleo, 1882, Isabella Stewart Gardner Museum, Boston). Casas tenía presentes los modelos de éxito con los que fabricar una pintura a la moda… y lo mejor para demostrarlo era fusionando la obra con el creador. Hemos visto como Casas no dudó en ataviarse como bandolero o torero, una tendencia a la mascarada constante en su vida en relación con cierto afán exhibicionista; una actitud también ligada con una noción desenfadada de sí mismo, divertida, alejada de la imagen seria y profesional que se esperaría de un pintor al autorrepresentarse. De hecho, en aquellos años Casas vestía aún de una manera elegante, de acuerdo con lo que se esperaba de un joven de su clase social. A raíz de una convalecencia entre 1885-1886, practicó aún más el ciclismo para fortalecer su cuerpo, lo que comportó cambios físicos, pero también mentales. Nuestro pintor se caracterizó entonces como corredor (c. 1889, colección particular), orgulloso de ser un deportista moderno, pero también empezó a afianzar su preferencia por un estilo de vida más bohemio.
Juan C. Bejarano