Esta predisposición ya la había insinuado durante su primera temporada en París; la actitud irreverente de sus autorretratos castizos iba acompañada de visiones de su taller destartalado, donde a veces podríamos encontrar los restos de una fiesta, como intuir su figura tocando la guitarra (otro guiño a El jaleo de Sargent). Curiosamente, Casas no dejó ningún autorretrato al óleo de los años bohemios vividos con Rusiñol, pues prefirió concentrarse en las ilustraciones que acompañaban las crónicas de La Vanguardia (y que fueron recogidas en 1894 bajo el título Desde el Molino). Simultáneamente, algunas de las misivas enviadas a familiares y amigos, con dibujos, nos complementan las imágenes de aquellos años. Este conjunto de ilustraciones pone de relieve las dificultades de acotar en Casas los límites entre el autorretrato tradicionalmente entendido y las referencias autobiográficas desarrolladas en papel. Un universo autorreferencial que se enriquece, además, por las interconexiones con el texto del mismo Casas (en sus cartas) o con la interpretación que hizo de los escritos de Rusiñol. Hay que tener en cuenta que desde el Romanticismo las autobiografías y memorias habían ido en aumento, en sintonía con el individualismo moderno. La particularidad de Casas es que en lugar de recurrir a la palabra, su hallazgo fue hacerlo visualmente, con una gran capacidad de síntesis narrativa, que casi hacen de él un precedente del cómic moderno. Casas vivió en un momento de tránsito hacia una era plenamente visual como la actual y he aquí que supo asimilar muy rápidamente las novedades de la fotografía, el cartelismo, la caricatura o la prensa ilustrada, a la vez que conocía muy bien tradiciones populares como las aleluyas. Estos dibujos muestran esta herencia multiforme, convirtiéndose a la par en una producción híbrida y moderna.
Podemos observar interesantes consecuencias en el terreno de la autorrepresentación. En papel, el autorretrato dejaba de ser algo estático, de pose, aún perceptible en las creaciones sobre tela, a pesar del evidente deseo de su autor de romper con la imagen estereotipada y congelada del pintor ante el espejo o con los útiles de trabajo; así, en sus dibujos éste aparecía dinámicamente, en su día a día, rebasando su vertiente más profesional para acercarse a una visión más humana y relajada. Por este motivo, el número de autorretratos en los que se muestra trabajando es mucho menor de lo que podría esperarse y de hecho evitó representarse así en sus cuadros.
Al respecto, de la época de París uno de los más interesantes es un dibujo conservado en la Northwestern University Library (Album Ramon Casas, 1991-12, vol. IV): bajo una inscripción donde se lee la fecha de ejecución, «Montmartre 8 de marzo 92», vemos un Casas concentrado, dibujando o escribiendo; una imagen insólita y que recuerda poderosamente a la que poco después haría Ramon Pichot de Rusiñol para sus Fulls de la vida.
Lo más habitual, sin embargo, es encontrarlo en otro tipo de circunstancias, celebrando la amistad, yendo de fiesta disfrazado o no, visitando talleres de artistas, en su estudio, o montando al tiovivo en Montmartre.
Así pues, en el artista moderno un elemento tanto o más importante que la obra era su modus vivendi; al entrar la vida, el arte desbordaba sus límites. De este modo, se pretendía anular el referente rutinario de la sociedad y ayudaba a entender su universo y justificar su genialidad. Esto fue una constante en el mundo de la bohemia, que intentó subvertir el modelo burgués y convertir la vida en obra de arte. Sin embargo, la preferencia de Casas para dejar constancia de anécdotas más festivas que no laborales quizá no tenía tanto que ver con el espíritu transgresor bohemio como con un incipiente concepto del ocio en la burguesía. Sea como fuere, el resultado fue más allá de lo realizado hasta entonces en Cataluña.
Efectivamente, por su origen acomodado, Santiago Rusiñol y Ramon Casas vivieron una «bohemia dorada», lo que les permitió disfrutar de ciertas experiencias pintorescas sin riesgos económicos, situación ausente en otros compañeros del ámbito artístico. Desde que Henri Murger triunfó entre el público con sus Scènes de la vie de bohème [Escenas de la vida bohemia] (1851), este estilo de vida atrajo a los cachorros de la burguesía, que contaron con el beneplácito de sus padres que lo consideraban como una etapa de paso, de transición previa a la edad adulta. Muy pronto, pues, este fenómeno se ramificó entre una bohemia tomada como auténtico modelo de por vida, con un ideal de enfrentamiento contra el sistema, y otra de tipo más superficial, a la que se habían adherido muchos artistas o burgueses por sus factores más sentimentales y anecdóticos, con fecha de caducidad. La posición de los pintores Casas y Rusiñol fue intermedia, ya que si bien con el tiempo acabaron especializándose en fórmulas asimiladas precisamente por este sistema, en un primer momento intentaron prolongar la bohemia vivida en París con la creación de Els Quatre Gats. Fue simplemente el tiempo, la edad y el alejamiento de los estímulos parisinos lo que fue disipando progresivamente el ideal bohemio de sus vidas.
Juan C. Bejarano