Antes de terminar el siglo, en 1899, Casas dio a conocer en la Sala Parés la parte principal de sus retratos al carbón; un hecho capital dentro de su trayectoria, pues lo consagraría como el gran retratista de su tiempo. Si bien esta serie resulta una de sus cimas creativas, por otro lado también es cierto que desde entonces su obra empezó a adocenarse, sin el espíritu innovador de antes. Sin embargo, gracias al éxito conseguido con esta exposición, Casas no abandonó el dibujar sobre papel, sino al contrario. En el terreno del autorretrato y sin abandonar esta serie, Casas incluyó su propia efigie entre el resto de personajes; de esta manera, el prestigio propio y el ajeno se ayudaban recíprocamente porque, al fin y al cabo, lo importante es que se hablara de uno. Dos hechos confirman esta hipótesis: (1) en las exposiciones Pèl & Ploma de 1899 y 1900 en la Sala Parés, procuró que figurase un autorretrato, (2) mientras que en 1908, al hacer donación de parte de este conjunto de retratos a los museos de Barcelona, había otro.
Más allá de esto, precisamente algunas de las autorrepresentaciones más interesantes de aquellos años las hizo sobre papel. En algunas de las más sugestivas se captó en pleno proceso de ejecución de composiciones ambiciosas como La càrrega [La carga] (c. 1899, Museu de la Garrotxa, Olot) o el Retrato de Alfonso XIII a caballo (1905, Museo de la Caza, Palacio de Riofrío, Segovia). Con motivo de su estancia en Madrid para llevar a cabo este encargo real, pasó varios días en el Museo del Prado, donde copió a El Greco; en una carta del 2 de mayo de 1904 (Fundació Rocamora, Barcelona) observamos cómo se autorrepresenta reproduciendo El caballero de la mano en el pecho (c. 1578-1580, Museo del Prado, Madrid), con el añadido humorístico de concebir una autocaricatura justo encima de los rasgos del noble anónimo. En sintonía con el espíritu finisecular, Casas se hacía eco del impacto del cretense entre los artistas de su generación, que no dudaron en (auto)pintarse según su estilo peculiar, en un proceso ciertamente vampírico (Rusiñol, Pichot, Picasso, Émile Motte…). A diferencia de ellos, Casas no comulgaba mucho con este furor, y he aquí que esta referencia no la desarrollara hasta más tarde y además mofándose, superponiendo sus gafas y barba encima del retrato de El Greco.
Además de estos dibujos, a partir de entonces Casas inició en papel otras creaciones de rasgos inconfundiblemente populares y que en el fondo buscaban actualizar o buscar una tensión entre la tradición y la modernidad, uno de sus temas subyacentes. En ellos exploraba, casi desde una postura postmoderna avant la lettre, las posibilidades expresivas que podía deparar su conocimiento de la estampa xilográfica popular, las aleluyas y las cerámicas de oficios; Casas dominaba su estilo simplificado y encontraba similitudes con la caricatura moderna, por lo que extrajo humor a partir de esta confusión, pero también al representar temas modernos —el coche, la fotografía o la publicación de la revista Pèl & Ploma— en una época en que no existía nada de esto. Algunas de estas imágenes fueron utilizadas como imagen de cabecera para los folios de carta que escribía desde su taller/vivienda del paseo de Gràcia.
Esta segunda etapa la podríamos cerrar simbólicamente unos años más tarde con L’enterrament de Raimon Casellas [El entierro de Raimon Casellas] (1910, colección particular), donde a partir de fotografías y una gama en grisalla (entre el recuerdo fotográfico, la crónica periodística y el sentimiento fúnebre), Casas se autorretrató entre los amigos del crítico y escritor que asistieron a su funeral. Con su muerte, el Modernisme tocaba a su fin…
Juan C. Bejarano