Última etapa: una imagen consolidada e identificable.
El autorretrato al carboncillo que donó a la ciudad de Barcelona en 1908, dentro de la serie de retratos de personalidades ilustres, se ha convertido en una de sus autorrepresentaciones más difundidas y nos conduce a la última de las etapas, que se desarrolló hasta su muerte. Se trata de un período muy largo, donde sin embargo no descuellan las novedades. De hecho, Casas supo condensar en esta imagen la idea de artista consagrado mediante una iconografía que se convirtió en tópica, pero a la vez utilizando unos rasgos —papel, carboncillo— con los que se le podía asociar. Consciente del poder fijador de la imagen en la retina popular, y consciente también de su posición ya consolidada, durante aquellos años Casas no se apartó mucho de esta caracterización. Captado de medio cuerpo o simplemente de busto, con gafas, sombrero de ala ancha, ropa sobria y un puro, éstos se convirtieron en sus signos de identidad. Así, en lugar del pincel es el habano lo que sostiene en su mano o boca, como símbolo identificativo de la bohemia; recordemos L’Homme à la pipe (autoportrait) [Autorretrato con pipa] (c. 1848-49, Musée Fabre, Montpellier) de Gustave Courbet, o el de Lorenzo Casanova (1866, Museo del Prado, Madrid), pero que a estas alturas ya resultaba algo domesticado y sin poder transgresor. Precisamente, fue sobre el papel donde más veces se autorretrató de este modo,con ligeras variantes; uno de los primeros autorretratos que empezaron a fijar esta iconografía fue uno que le dedicó a Utrillo en 1898.
La inercia hacia el conservadurismo en su carrera encontró un buen reflejo, pues, en la evolución de la propia autoimagen, la cual en estos años no proporcionó muchas sorpresas. Así, esta misma iconografía de los dibujos la encontramos en los autorretratos pintados (unos cinco). A excepción de uno de ellos, del año 1918, donde se representó de cuerpo entero, con la chamberga y el zurrón característicos de los soldados franceses como guiño al país vecino durante la Primera Guerra Mundial (Fons d’Art de Crèdit Andorrà, Andorra la Vella), el resto de autorretratos nos muestran a un pintor tranquilo, incluso cansado, lejos del ímpetu juvenil que mostró cuando se vestía de luces. El último de ellos data de 1930 (Colección Dr. Raventós) y algunos permanecieron en la casa y taller
del artista hasta el momento de su muerte.
Tal vez el conjunto más interesante de aquellos años son los dibujos que hizo para ilustrar cartas, cuyo objetivo nunca fue traspasar la esfera privada. En la mayoría de ellas aparece acompañado de Deering y su séquito, así como de su amada Júlia Peraire. Los rasgos caricaturescos aún son más evidentes, gracias a la complicidad y el sentido del humor que compartía con su mecenas, lo que facilitaba que Casas desplegara ese talento suyo. Además, el hecho
de no estar destinados al público general, permitía que Casas pudiera tomarse ciertas licencias, hasta el punto de apreciar un desplazamiento del autorretrato hacia la autocaricatura: simplificación excesiva de los rasgos fisionómicos hasta dar con lo singular, sentido secuencial y sintético de la narración, abuso de la parodia, el equívoco y el disfraz, etc.
Queremos acabar este artículo incidiendo en una serie de obras que, si bien fueron realizadas para sus allegados, nos dejan entrever esa tendencia innata de Casas para la transgresión, incluso en este último período más acomodaticio. Se trata de cuatro cartas postales, de las cuales en tres Casas intervino sobre el soporte fotográfico mediante retoques, con una clara voluntad autoparódica. Especialmente interesante es la manipulación de La Gioconda (1503, Musée du Louvre, París) de Leonardo da Vinci, puesto que se anticipó en pocos años a la conocida obra de Marcel Duchamp de 1919. No obstante, Casas no fue el primero en hacerlo, pues este honor corresponde a Sapeck, pseudónimo de Eugène Bataille, conocido nombre de los Incoherents, un grupo de artistas bohemios franceses de finales del xix; en una actitud predadaísta, en 1883 se había apropiado del conocido cuadro de Leonardo para ilustrar el libro Le rire de su amigo Coquelin Cadet, presentando a la Mona Lisa fumando. Además, la actuación de Casas habría que relativizarla en su contexto, pues con motivo del robo del famoso cuadro en 1911 se desencadenó una gran oleada de sátiras sobre el suceso. De cualquier forma, y como ya hemos visto en ejemplos anteriores (la autocaricatura de El Greco), su intencionalidad se podría reducir a la simple travesura, sin pretender ir más allá y cuestionarse el mundo del arte, como sí pretendió Duchamp. Así pues, el «apropiacionismo» de Casas nos sirve como perfecta rúbrica de lo que hemos querido explicar sobre su figura y el alcance limitado de su modernidad, en este caso a través de su propia imagen.
Juan C. Bejarano